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Romance de la gaita y la gaita

  • Foto del escritor: Michal Hynst
    Michal Hynst
  • 16 abr 2020
  • 4 Min. de lectura

Antes que existieran los libros y las historias en torno al fuego, hace muchas fiestas atrás, hubo en la Sierra Nevada de Santa Marta una pareja de aves que largo y bullanguero amor se prodigaban. Eran llamadas Bunsi y Sigi por los nativos del lugar, que siempre que las oían cantar bailaban de alegría a ritmo de palmas. Enamorarse era muy fácil si entre los árboles del monte revoloteaban los pájaros de cuerpo fino y cabeza negra. Locos de amor y alegría, volaban de un lado a otro inundando de música los verdes montes y la nevada sierra. Cuando Bunsi se sentía sola, a los gritos llamaba a Sigi, que silbando respondía gustoso. Así, trenzadas en abrazos desesperados y besos copiosos, juntas las aves recorrían el monte buscando el corazón tupido y frondoso del totumo, árbol venerable por su deliciosa fruta, para jurarse amor eterno.

Años y años de canciones se regalaron los enamorados, regando los valles y sierras. Los nativos solían dejar pañuelos rojos y algodón blanco cerca de los totumos para que las aves construyeran un hermoso nido. La tribu que protegía a los pájaros mágicos del amor eran koguis, conocedores de la montaña y el monte, y del inmenso mar más allá de la selva. Eran muy respetados por las demás tribus tropicales por su sabiduría medicinal.

Un día, una jovencita de la tribu estaba recolectando cera de abejas para unos remedios, pero unos quejidos entre los matorrales la sobresaltaron. Cuando se acercó a los arbustos había un hombre gigantesco, dos veces más alto que ella, de nariz y labios enormes, músculos de jaguar y palmas blancas. Muy malherido, parecía que había escapado de un incendio porque tenía la piel cubierta de hollín o carbón. Si bien no había señal de quemaduras, sangraba mucho. No comprendió bien la lengua del gigante, pero por los gestos y las señas pudo entender algo: un fuego blanco había atacado al gigante, un fuego malvado que andaba cerca. Como pudo, la joven intentó ayudar al gigante de carbón, que con esfuerzo preguntó el nombre a la muchacha. -Mi nombre es Kuisi... ¿Tú tienes uno?- Dijo emocionada la jóven, que sólo entendió una palabra: Congo.

Al regresar a la aldea Kuisi contó lo ocurrido a las abuelas, para que su sabiduría decida qué hacer al respecto. Los días pasaron y los rumores sobre el fuego blanco llegaban de todos los rincones del monte. Hasta que una abuela se percató de algo muy grave: tras el último incendio, Bunsi y Sigi no volvieron a cantar. Se organizaron expediciones en busca de las aves mágicas, y tras una semana de búsqueda se encontraron con la triste noticia: las aves fueron víctimas del fuego protegiendo el único huevo que habían tenido juntas.

De las cimas heladas al monte chamuscado bajó la tribu para despedir a sus queridos pájaros. Cuando Kuisi vio los cuerpos apagados de las aves y el amor conque protegieron su huevo, tomó a los amantes en sus manos y huyó hacia el mar para pedirle a sus aguas que revivieran a los inocentes pájaros. Años pasaron y nadie supo de Kuisi, Bunsi y Sigi. En la tribu reinó el silencio y la melancolía por tantas pérdidas.

Pero un día llegaron dos jovencitos de piel tostada, portando unas flautas muy extrañas. Se presentaron ante la tribu como María y Jacinto, descendientes de Kuisi y Batata, un negro muy conocido en la costa. Y que traían un regalo al pueblo Kogui.

Tras escapar con los pájaros, Kuisi los enterró en la playa. La marea subió cubriendo los cuerpos aún calientes de la pareja. El agua del mar entero hirvió, quedando más clara que nunca. Tras rogarle al mar que la ayudara, Kuisi obtuvo respuesta. Una mujer de falda blanca surgió de las aguas y le dio a la jóven dos flautas, de cuerpo fino y cabeza negra. En ellas estaban los espíritus de Bunsi y Sigi, pero para que cantaran otra vez, había que devolverles el preciado fruto de su amor: debía encontrar un huevo.

Pasó el tiempo y Kuisi murió de vieja, pero encomendó a sus hijos la misión del huevo. Así fue que los jovencitos llegaron a la Sierra Nevada en busca de alguna pista. Los abuelos y abuelas sonrieron felices porque la respuesta era sencilla. Desde la desaparición de Kuisi, los totumos dejaron de dar fruta buena, ya que la pulpa se les secó y la cáscara se les endureció... como un huevo. Escogieron el fruto más bonito del totumo de la aldea y tras embellecerlo, se lo ofrecieron a las flautas. Y mágicamente, Bunsi y Sigi volvieron a cantar su canción de amor.

Toda la tribu hizo fiesta, durante tres noches con sus días. La alegría volvió junto a la esperanza. La abuela más anciana preguntó a los jovencitos por el nombre de las flautas, que al responder sólo hicieron reír a la abuela. -¡Jajaja! ¡Estas flautas podrán llamarse "gaitas" en otras tierras, pero aquí se las llamará por su nombre! ¡Kuisi Bunsi, Kuisi Sigi! ¡En honor a su madrecita!-

Y así fue que los pájaros volvieron a su hogar. El fuego blanco nunca se fue, pero ni todas sus llamas juntas pudieron apagar las canciones que desde la sierra a la playa se cantaban. Porque el fuego blanco podrá arrasar con selvas y aldeas, pero los amantes no mueren nunca

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