El saco
- Michal Hynst
- 16 abr 2020
- 3 Min. de lectura
Probó, primero, con un solo anzuelo. Se lo enganchó de una manga procurando pasar cerca de cuanto se le cruzara, no importaba qué, una mujer, una cortina, una corteza, lo que fuera con tal de sentir un jalón, ese enérgico sacudón que siente el cuerpo al atascarse con algo, la ilusión de sentirse, por un segundo, reclamado aunque sea por un picaporte. Rápidamente obtuvo resultado y rápidamente agregó más anzuelos a su ropa. Cuando se aburrió de los anzuelos probó con otros objetos ganchudos más exóticos como solitarios, peinetones coloniales, pequeñas anclas atadas al cuello, utensilios de cocina y herramientas caseras. Un día, harto de tanta industria y tanto culto a la apariencia, resolvió ir a caminar al campo con la certeza de que los muchos arbustos, ramas y abrojos de los yuyales serían una buena terapia de fin de semana. Guardó, eso sí, un grande y bonito anzuelo de tres puntas que le obsequió un amigo.
La vida en las ciudades abunda en sorpresas y distancias pero mantiene más o menos un relieve uniforme, así que tras una corta caminata subiendo y bajando en la colina se fatigó y resolvió descansar. Se quitó la ropa y contempló su cuerpo desnudo, libre de ataduras y puntas, y lo sintió abominable. Hurgando en su mochila, tomó el anzuelo de tres puntas y se lo enterró en el vientre. La luz amarilla del monte reverberaba en cada punta, afiladísima, y él contemplaba su vientre y lo veía hermoso.
Ya en su casa, desinfectó la herida y resolvió salir a festejar. Fue al bar de siempre, pidió su licor favorito y bebió hasta quedar ebrio y feliz. Hacía calor, y cuando salió del bar se quitó la camisa (más por vanidad que por calor) y se recostó en una banca de la plaza. Se acomodó, miró las estrellas y soñó con un dios fabuloso que arrojaba anzuelos al Cosmos, y cada punta era una estrella, y que una estrella lo tomaba del vientre y lo elevaba hacia el Infinito. Despertó tumbado boca abajo, y al incorporarse el anzuelo se enganchó a la banca y le desgarró la barriga. Una por una, las vísceras y órganos se le escurrían y no le alcanzaban las manos para devolverlas a su interior. La herida nunca cerró y poco a poco, fue quedándose vacío.
Una noche, caminando sin mucho rumbo, metió la mano dentro del gran saco que era su cuerpo y lo único que halló fue una tripa más o menos decente. La miró con pena y resignado, el saco con piernas y brazos la arrojó lo más lejos que pudo. Ya totalmente vacío, entró al bar de siempre, pidió la bebida más barata e intentó llenarse de nuevo, pero el líquido se derramaba y los ebrios ponían mala cara. Avergonzado, salió a la calle y caminó a los tumbos hasta que se cruzó con una dama, se chocaron, y ésta terminó dentro de su vientre.
Por alguna fortuna llegó a su casa y al despertar sintió una llenura, y mientras la chica se movía y acomodaba le hacía cosquillas por dentro o le daba hipo, y era muy agradable estar tan lleno de esa mujer. Al principio les costó ponerse de acuerdo con la ingesta, la muchacha tenía una dieta muy estricta y cuando él comía algo que a ella no le gustaba se lo hacía saber con flatulencias y vómitos repentinos, como cuando volvieron al bar y tras meditar largo rato, él optó por pedir un cóctel de frutas, ante el asombro del cantinero, con sombrilla y todo. Al menos el humo del tabaco no le molestaba. Con el tiempo se llevaron bien y lograron vivir en armonía, y de tan feliz él decidió que irían a dar un paseo por la playa.
El sol se escondía tras el inmenso mar, y él se frotó la barriga deseando tener con quien conversar, y todo se nubló de pronto, y vio una mujer que se bañaba en la orilla, toda cubierta de sangre, y deseó estar soñando y poder abrir la boca para despedirse de aquella mujer que fue lo más parecido al amor que conoció en su vida.
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