Las manos
- Michal Hynst
- 16 abr 2020
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 18 oct 2020
Antes, las manos ofrecían corazones. La gente iba de barrio en barrio y el amor se aparecía nunca por sorpresa, mas nunca sin gracia. Cuando los viajes en barco se hicieron posibles, fue que los primeros amores transnacionales se trazaron de España a Checoslovakia, de Tucumán a Bogotá, de Australia a Kamchatka. Aún los primeros desplazamientos de beduinos árabes y caravanas rumanas inspiraron los amores de las canciones gitanas y la historia de Layla y Tajmud (que Alá conoció antes).
Cuando los corazones se ofrecían, poco importaba la lengua más que en algunas cuestiones estéticas; las miradas de los amantes suspendían el devenir de aquella difusa leyenda que hoy llamamos tiempo y en esa suspensión las manos abandonaban su vulgar forma de racimo para ser contenedores.
Cual arca divina, irrumpía entre las miradas un pequeño bulto poco más grande que un puño cerrado y algo insoportablemente brillante emitía un pulso de luz, y al segundo un olor, al otro mil sábanas volaban, y el amor era eterno mientras eternos fueran los supiros.
Hoy, las desventuras y las lágrimas casi han aniquilado a los amantes, de los cuales sólo nos quedan historias. Pero la memoria es un árbol grácil cuya sombra nos cobija, y a su sombra te escribo. Mientras lo hago, ya nada importa más que este segundo en el que lees estas líneas, paridas como puños cerrados, como un arca, como manos que se ofrecen, y a través de estas letras encuentras mi ojos tras el punto final.
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