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Mochigrafías, IV

  • Foto del escritor: Michal Hynst
    Michal Hynst
  • 18 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

Conocí a Fernando a mis once años. Creo que él tenía mi edad, uno o dos años más. Nuestro encuentro resultó en una amistad automática que duraría los seis meses que vivió en mi barrio. Juntos nos ejercitamos en el arte de la cauchera y el ornitocidio, es decir, la matanza indiscriminada de aves. Por suerte, los niños comparten con Dios la cualidad de salir absueltos de cualquier asunto pecaminoso, y así fue que disfrutamos a nuestras anchas de las tardes de caza y los pájaros asados en el monte. Yo, tucumano criado en el puerto de Buenos Aires y él, santafecino tucumanado hacía casi una década, aprendimos juntos la importancia de tener un amigo con quien compartir raspones, risas, bofetadas, partidos de fútbol repentinos y la nocturna aparición de la luna compañera que hace dormir a los pájaros y los peces, e inspira las conversaciones en torno al fuego.

Sin previo aviso, no volví a verlo en días y luego de ir a reclamar su compañía a la puerta de su casa, me encontré con la terrible noticia: su madre decidió en un rapto de locura o valentía regresar a la tierra de Santa Fe, cuna del chamamé y la romántica cumbia que tanto amaba mi padrastro. Mi desolación fue absoluta, y las tres cuadras que distaban hasta mi casa me parecieron eternas. La eternidad da el tiempo suficiente a que las penas se vuelvan dolores, los dolores en enseñanzas, y comprendí que lo mejor era seguir adelante. Algún día encontraría algún amigo con quien jugar a la niñez. Rodrigo, mi gran cumpa, llegó a los meses y llenó mis veranos con arcos y flechas caseras, y con una bici rodado 22, corcel de mi infancia. A los tres años de aquella partida, rompí el corazón de Rodrigo como lo hicieron conmigo. El destino gusta de hablar lenguajes incomprensibles.

Volví a Buenos Aires con mamá y mi hermana menor, pero a los cuatro meses de llegar mi mamá se unió a los pájaros de mi niñez, a lo que terminé en una escuela técnica de Capital Federal viviendo con mi poco amable padre. Por suerte la adolescencia me enseñó a defenderme y los libros fueron un hermoso bunker antipadres, antimundo, antidolores. Un día, mientras comía alfajores en el patio de la escuela al sol de un recreo, un pibe apareció ante mí con pantalón de jean, camiseta y una cara de boludo como nunca había visto. Se notaba que era rockero, y que la barba hacía sus mejores intentos por poblar algunos pedacitos de su cara. Me mira, lo miro. Fernando había vuelto, y éramos compañeros de escuela. Un abrazo dijo todo lo demás. Tardamos semanas en ponernos al tanto de casi seis años de distancia pero las palabras abundaban por esos días y las ganas de saber las volvieron máquinas del tiempo. Años pasaron de amistad inquebrantable, pero una vez más rompió su juramento y decidió salir de viaje por el mundo, ahora por propia decisión. Esta vez no lloré: había aprendido a insultar con mucha propiedad, y que el mundo es muy pequeño cuando el corazón anda ansioso. Sudamérica fue su hogar como tiempo después lo fue para mí, y aunque nunca más volvimos a cruzarnos los correos fueron el monte y los pájaros encarnaron en palabras que no morían. En varios meses lo único que me enteré fue que el Amor lo encontró atento al sureste de Brasil, por Minas Gerais, y que le insistía con tener un mineirinho. Y que el boludo andaba Feliz, no más.

Viajando aprendí que los montes de mi infancia y Latinoamérica estaban marcadas por dos cosas en común: la abundancia de vida y las desgracias imprevistas que rondan a sus habitantes. Hace muy poco, revisando unos correos en internet recibí dos noticias que me dejaron sin aliento: Brasil había decretado 180 días de golpe de estado para su pueblo, y que Fernando estaba en el hospital. La policía lo encontró con un cabaquinho en una plaza, y los instrumentos musicales son enemigos de las dictaduras. Lo rompieron, lo cazaron, lo enjaularon. El enfermero que lo atendió en la celda encontró varias costillas rotas y un corazón noble, y la denuncia en una organización de derechos humanos hizo el resto. Con suerte, en estos días lo devuelven a Argentina a la dictadura empresarial del régimen de Mauricio Macri. En la mitología judeocristiana, David el Rey mata a Goliat el Gigante con una roca. En tiempos de firmas de paz en Colombia y dictaduras en Brasil, pareciera que las personas de buena voluntad son estorbos, piedras en el zapato para los Estados, que a punta de militares y violencia, las quita de su paso. Pero un día, las piedras se unirán a los pájaros, y sin caucheras apuntarán al ojo del gigantesco monstruo, que gimiendo y puteando irá donde su madre a que lo consienta. Recién ahí, el monstruo descubrirá que la maldad no tiene madre.

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