El obrero
- Michal Hynst
- 15 abr 2020
- 3 Min. de lectura
Abre los ojos, tranquilo. Con la vista aún borrosa recorre la habitación, ese bulto al final de la cama que bien pueden ser sus pies o la gata que hace poco es su única compañía. Bosteza, tose un poco, resopla y aclara la vista. Una negra bola de pelos maúlla desde el fondo del armario, suena el despertador.
Baja las escaleras hasta el baño que está junto a la cocina, donde el muchacho que alquila la otra habitación calienta agua para la infusión matinal. Apenas se saludan; ambos siguen dormidos.
Un poco de agua fría en la cara lo despabila, y un bostezo rezagado dispara el orín fuera del inodoro. Entre dientes rememora el día que su madre lo dio a nacer y tomando un trapo oculto tras el inodoro, limpia el baño compartido.
Al regresar a su cuarto la gatita reclama su ración de alimento, objeción que repetirá con idénticas ganas cuando su compañero regrese de trabajar al atardecer, al bajar el sol. Frotándose contra la pierna del obrero, se relame un poco y ronronea, se acerca al plato y mastica la comida.
El joven se pone las muchas prendas que día a día lo protegen del frío excesivo y el viento otoñal. A veces se pregunta por qué los obreros y los policías se visten con el mismo color y se ríe con sus propias respuestas. Mira la hora en el celular calculando el tiempo que le queda y calienta un poco de agua para una ronda de mate a solas. El otro joven ya se fue.
Espumoso, el verde brebaje humea y mirando por la ventana de la cocina ve pasar vecinos que tal vez conozca y probablemente tengan una meta común: llegar a su trabajo. Mientras ceba el mate imagina las vidas de esas personas y se pregunta si a él también lo miran desde alguna ventana cuando está en la calle. Sorpresivamente, la gata lo ataca desde un rincón queriendo jugar, y al clavarle las uñas en la pierna hace que el muchacho se queme mientras da un sorbo a la bombilla. Entre risas y groserías alza en brazos a la gatita, la besa y vuelve a dejar en el suelo, porque ya es hora.
Capucha, bufanda, cigarro y baja las escaleras de su barrio, tan de montaña como tan humilde. Saluda a algunos vecinos y tras una buena caminata llega al sitio donde día tras día vende horas de su vida a cambio del dinero que necesita para pagar su casa, los impuestos, los cigarros. La comida y el resto de cuestiones las cubrirá por obra del azar y su habilidad como malabarista económico. Saluda a sus compañeros, quienes desde temprano ríen y matean animadamente, pide otro cigarro y pronto el preciado tesoro con bombilla cae en sus manos. Lo entrega y toma la pala.
Pala en mano, se pregunta de dónde habrá salido la basura que hay enterrada aquí y allá bajo tierra, mientras limpia el suelo para las plantas que serán alimento mañana, imagina que ese campo es suyo y de su familia, y las de sus compañeros, y que al llegar la fiesta de la cosecha todos se juntan y reparten el alimento, y en la noche la peña de músicos del pueblo congrega gente de toda la zona, y beben y bailan las canciones de amor y desamores, y el amanecer los encuentra y vuelven a sus casas, pero la jornada de labores acaba y hay que ordenar y limpiar las herramientas que mañana volverá a usar. Se despide de sus compañeros uno por uno, que entre chistes y mates y cigarros lo ven irse caminando.
Pasa por la casa de la muchacha a quien visita a menudo, pero no está. Hoy dormirá sólo, nuevamente.
Al llegar a su casa, abre la puerta y entre maullidos hambrientos y felices prepara la cena para él y su amiga de cuatro patas, a quien a veces llama hija. Mientras espera que la olla humee, se sienta y escribe algo sobre un muchacho que abre los ojos y se levanta para ir a trabajar.
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