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De la escritura, III

  • Foto del escritor: Michal Hynst
    Michal Hynst
  • 15 abr 2020
  • 2 Min. de lectura

Escribir es dibujar la delgada silueta, todas ellas, en el campo fértil y cándido de esa patria que todo promete y todo es, el papel.

Escribir es simular la vida, jugar a la pericia de los recuerdos que ebullen por las noches, derritiendo las certezas, evaporando las distancias, revolcarse allá por el principio, de un vallecito en medio de una ciudad, el café, el tabaco y las camas agotadas.

Escribir es dar forma a las palabras, esas que alguna vez se dijeron de una boca a un oído, de unas manos a una espalda, las que se volcaron de una boca a una botella, de una botella a mi cuerpo tuyo, de nosotros a unas páginas.

Escribir es dejar huellas que puedan ser encontradas, jugar a tientas en el bosque de las mañanas en que el sol nos encontró absortos en un mundo fuera del mundo, donde el sexo, la poesía y la música eran nuestra luz, nuestro calor, nuestro sonido, y la juventud nos chorreaba por el cuerpo y las sábanas, y no había futuro porque nosotros éramos el futuro, y nada importaba más que amar y dormir unas horas, y devorar palabras, vomitar palabras, dibujar palabras.

Escribir es una manera de darle paz a este corazón idiota, que de tan tonto sigue comiendo flores. De darle paz a esta cabeza tan terca, que de tan tonta sigue creyendo. Escribir es una forma de decirme tonto sin decir tonterías.

Escribir es jugar con espadas en la madrugada, de irme a fumar en las alturas con los dioses muertos, de barajar destinos sin suerte y morir para contarlo, es comprender que el mundo es un gran lienzo, un inmenso papel en blanco, y nosotros plumas.

Escribir es hacer bailar una pluma, y que esa danza dibuje el universo.

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